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ISSN 1989-4163

NUMERO 105 - SEPTIEMBRE 2019

 

Los Cerezos Escondidos - Tetralogía para otoño: Las cuatro estaciones - 1.- Yoshiwara: La noche de los trenes

Ramón Asquerino

«[…] se quedó abatido, con un café apagado, con unos folios esparcidos sobre la mesa y  con toda la soledad pretérita del futuro imperfecto de subjuntivo […] Recuerdo que teníamos en aquellos tiempos un miedo subjuntivo, la sospecha de una indecisión» Gonzalo Hidalgo Bayal: La escapada


«Aquel tiempo de trenes leve, lentos,
la flor marina de un beso templado
cuando solo hacía oscuridad
y un frío se madrugaba devorando hambre
hasta la fría elegía de las manzanas»
La fría elegía de las manzanas

 

Carga con la noche el tren de mercancías
como la soledad nocturna tu espalda,
 cuyo silencio intermitente cuenta tus deslumbrados pasos,
que deslizan su suavidad tras un roce de farolas.
Torcidos caminos los tuyos en derrotas sin destino,
índices sin rostros ni espejos de los que huir,
en tanto los vivos colores del tren resucitan la noche
afanadas sus vías persiguiéndose, rastros sin acasos,
y se explayan en fila hasta perderse tras la sombra.

Vas despacio, mirando la noche colgada en las catenarias,
guiñas a los mercancías, ocultos, entornados a un lado
para dejar pasar al tren bala, que disparará a la noche ondulada
con un fulgor repentino que abre heridas a la oscuridad
y te sumergirá bajo un ahogo de perfil.

Los cerezos escondidos caminan por la noche,
 bostezan con toda la oscurana en sus hombros.
Se te desmaya un dolor de cervicales de tanto mirar arriba,
hacia un cielo sin respuesta.
Las vías se agitan, trémulas, por el peso de las mercancías
del alma, como tu espalda, vagarosa desde la tarde
abierta despaciosamente negra hacia los dientes de la noche.
Los trenes respiran agigantados
ante el relente de la noche de Yoshiwara:
 la noche de Yoshiwara dibuja vahos en silente cristal desvelado,
entre las encías ácidas de otra elegía.
La noche de los trenes
 te oye desde arriba, como un cielo bajo, alicaído.

La luz está disimulando perfiles transparentes
bajo el oscuro silencio fortuito, roto,
acechando, como un tigre desde su lomo, y anuncia
el suicidio de la noche lento, espaciosa.

Cuando el mercancías, ciego de ventanillas,
se precipite a ese vacío del horizonte,
todo apagado, hasta que el gran ojo
descubra las cataratas de la noche,
sus intimidades borrascosas, su impenetrable silencio,
blando y sin máscaras,
entonces
tú habrás cumplido con la puntual soledad de tu espalda.

Por andenes de despedidas y abrazos vacíos,
la noche de los trenes se apaga entre brumas,
se ennegrece, sin protestar, de un miedo subjuntivo:
No hay nadie para besarse en las estaciones,
se escruta el pecho del silencio
y se oyen el paso inaudito de las ruedas,
el lamento de un tímido pitido,
la caricia del cielo cohibido,
las nubes trastabillando su amenaza,
el lamento del tigre solo
como la vigilia toda y oscura de tu noche.
Es tu voz zumbido agrio y ácido de estómago
por ese terror neolítico a las nocturnas esperas.

 

Los trenes vacilan al entrar en la estación,
con pies de niños, lentos, simétricos,
calzados de silencios
en medio de esta noche estrellada de cables,
reflejada en esa tu cara que no te reconoces,
estrellada contra la estatura gigante de la oscuridad.
No hay ni jefe de estación
—la soledad está más sola que nunca—
solo unos impertérritos semáforos que no claudican
ni con el frío del trascielo,
ni con el ruido callado de tus pasos,
ni con el miedo estragado del tigre.
Los semáforos siempre en pie, en vigilia,
se alteran ante cualquier imprudencia de la noche,
solícitos con las vías expeditas,
 faros huérfanos en su mar amargo.

De repente, la noche se pone insondable,
con un frío de espaldas a la realidad,
y aúlla con su miedo subjuntivo contra las vías.
Y ni la luz, entre luna, farolas y semáforos,
la consolaba. La noche se vertió escaleras abajo,
llorando al caerse, desparramada,
haciendo sangre de su cuerpo herido,
bramando una marejada sin orillas, retumbando
por el telón de la noche de los trenes, sola,
lastimándose contra el hombre que paseaba de espaldas,
el hombre que es incapaz de oír sus gritos.
La noche se esconde tras su propio miedo.

A la inclusa de las vías, brizada por los raíles,
el orgulloso Shinkansen se arroja,
 y bala prolongadamente el mercancías,
cuando en el andén vacío rebota
el eco
como una acometida de tu oscurana.

Los cerezos se hunden en el corazón de las ventanillas
y la noche trepa por sus alturas
hasta llegar al contraste de la luz,
hasta morirse en sombras,
y grita sobre los puentes, abierta, entera,
ruge con la boca de hierro y oscuridad llena.
La noche que se iba acostando de costado,
grave, densa, sediciosa, imparable, acariciando el cielo.
La noche de los trenes que me dejare la espalda hundida,
y con toda la soledad pretérita del futuro imperfecto de subjuntivo,
porque ya quedan más cosas para recordar que por hacer.
La noche ondulada y sincera de los trenes
desafiare la oscuridad gruesa del infinito
por un miedo subjuntivo.

No existen las ventanillas donde se reflejen las personas,
hay un silencio de cristales sin figuras en los mercancías,
recarga la noche de los trenes tu ya apabullada espalda
con toda la soledad pretérita del futuro imperfecto de subjuntivo.

 

 

 

 


 

 

Ramón Asquerino 

 

 

 
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